SOLEDADES
Luis de Góngora
DEDICATORIA
al Duque de Bejar
Pasos de un peregrino son, errante,
Cuantos me dictó versos dulce Musa
En soledad confusa,
Perdidos unos, otros inspirados.
¡O tú que de venablos impedido
-Muros de abeto, almenas de diamante-,
Bates los montes que de nieve armados
Gigantes de cristal los teme el cielo,
Donde el cuerno, del eco repetido,
Fieras te expone, que - al teñido suelo,
Muertas, pidiendo términos disformes-
Espumoso coral le dan al Tormes!:
Arrima a un frexno el frexno, cuyo acero,
Sangre sudando, en tiempo hará breve
Purpurëar la nieve;
Y, en cuanto da el solícito montero,
Al duro robre, al pino levantado
-Émulos vividores de las peñas-
Las formidables señas
Del oso que aun besaba, atravesado,
La asta de tu luciente jabalina,
-O lo sagrado supla de la encina
Lo Augusto del dosel, o de la fuente
La alta cenefa, lo majestuoso
Del sitïal a tu Deidad debido-,
¡O Duque esclarecido!
Templa en sus ondas tu fatiga ardiente,
Y, entregados tus miembros al reposo
Sobre el de grama césped, no desnudo,
Déjate un rato hallar del pie acertado
Que sus errantes pasos ha votado
A la real cadena de tu escudo.
Honre suave, generoso nudo,
Libertad, de Fortuna perseguida;
Que, a tu piedad Euterpe agradecida,
Su canoro dará dulce instrumento,
Cuando la Fama no su trompa al viento.
SOLEDAD PRIMERA (PARTE I)
Era del año la estación florida
En que el mentido robador de Europa
-Media luna las armas de su frente,
Y el Sol todos los rayos de su pelo-,
Luciente honor del cielo,
En campos de zafiro pace estrellas,
Cuando el que ministrar podía la copa
A Júpiter mejor que el garzón de Ida,
-Náufrago y desdeñado, sobre ausente-,
Lagrimosas de amor dulces querellas
Da al mar; que condolido,
Fue a las ondas, fue al viento
El mísero gemido,
Segundo de Arïón dulce instrumento.
Del siempre en la montaña opuesto pino
Al enemigo Noto
Piadoso miembro roto
-Breve tabla- delfín no fue pequeño
Al inconsiderado peregrino
Que a una Libia de ondas su camino
Fió, y su vida a un leño.
Del Océano, pues, antes sorbido,
Y luego vomitado
No lejos de un escollo coronado
De secos juncos, de calientes plumas
-Alga todo y espumas-
Halló hospitalidad donde halló nido
De Júplter el ave.
Besa la arena, y de la rota nave
Aquella parte poca
Que le expuso en la playa dio a la roca;
Que aun se dejan las peñas
Lisonjear de agradecidas señas.
Desnudo el joven, cuanto ya el vestido
Océano ha bebido
Restituir le hace a las arenas;
Y al Sol le extiende luego,
Que, lamiéndole apenas
Su dulce lengua de templado fuego,
Lento lo embiste, y con suave estilo
La menor onda chupa al menor hilo.
No bien, pues, de su luz los horizontes
-Que hacían desigual, confusamente,
Montes de agua y piélagos de montes-
Desdorados los siente,
Cuando -entregado el mísero extranjero
En lo que ya del mar redimió fiero-
Entre espinas crepúsculos pisando,
Riscos que aun igualara mal, volando,
Veloz, intrépida ala,
-Menos cansado que confuso- escala.
Vencida al fin la cumbre
-Del mar siempre sonante,
De la muda campaña
Árbitro igual e inexpugnable muro-,
Con pie ya más seguro
Declina al vacilante
Breve esplendor de mal distinta lumbre:
Farol de una cabaña
Que sobre el ferro está, en aquel incierto
Golfo de sombras anunciando el puerto.
«Rayos -les dice- ya que no de Leda
Trémulos hijos, sed de mi fortuna
Término luminoso.» Y -recelando
De invidïosa bárbara arboleda
Interposición, cuando
De vientos no conjuración alguna-
Cual, haciendo el villano
La fragosa montaña fácil llano,
Atento sigue aquella
-Aun a pesar de las tinieblas bella,
Aun a pesar de las estrellas clara-
Piedra, indigna tïara
-Si tradición apócrifa no miente-
De animal tenebroso cuya frente
Carro es brillante de nocturno día:
Tal, diligente, el paso
El joven apresura,
Midiendo la espesura
Con igual pie que el raso,
Fijo -a despecho de la niebla fría-
En el carbunclo, Norte de su aguja,
O el Austro brame o la arboleda cruja.
El can ya, vigilante,
Convoca, despidiendo al caminante;
Y la que desviada
Luz poca pareció, tanta es vecina,
Que yace en ella la robusta encina,
Mariposa en cenizas desatada.
Llegó, pues, el mancebo, y saludado,
Sin ambición, sin pompa de palabras,
De los conducidores fue de cabras,
Que a Vulcano tenían coronado:
«¡Oh bienaventurado
Albergue a cualquier hora,
Templo de Pales, alquería de Flora!
No moderno artificio
Borró designios, bosquejó modelos,
Al cóncavo ajustando de los cielos
El sublime edificio;
Retamas sobre robre
Tu fábrica son pobre,
Do guarda, en vez de acero,
La inocencia al cabrero
Más que el silbo al ganado.
¡Oh bienaventurado
Albergue a cualquier hora!
»No en ti la ambición mora
Hidrópica de viento,
Ni la que su alimento
El áspid es gitano;
No la que, en bulto comenzando humano,
Acaba en mortal fiera,
Esfinge bachillera,
Que hace hoy a Narciso
Ecos solicitar, desdeñar fuentes;
Ni la que en salvas gasta impertinentes
La pólvora del tiempo más preciso:
Ceremonia profana
Que la sinceridad burla villana
Sobre el corvo cayado.
¡Oh bienaventurado
Albergue a cualquier hora!
»Tus umbrales ignora
La adulación, Sirena
De reales palacios, cuya arena
Besó ya tanto leño:
Trofeos dulces de un canoro sueño,
No a la soberbia está aquí la mentira
Dorándole los pies, en cuanto gira
La esfera de sus plumas,
Ni de los rayos baja a las espumas
Favor de cera alado.
¡Oh bienaventurado
Albergue a cualquier hora!»
No, pues, de aquella sierra -engendradora
Más de fierezas que de cortesía-
La gente parecía
Que hospedó al forastero
Con pecho igual de aquel candor primero,
Que, en las selvas contento,
Tienda el frexno le dio, el robre alimento.
Limpio sayal en vez de blanco lino
Cubrió el cuadrado pino;
Y en boj, aunque rebelde, a quien el torno
Forma elegante dio sin culto adorno,
Leche que exprimir vio la Alba aquel día
-Mientras perdían con ella
Los blancos lilios de su frente bella-,
Gruesa le dan y fría,
Impenetrable casi a la cuchara,
Del viejo Alcimedón invención rara.
El que de cabras fue dos veces ciento
Esposo casi un lustro -cuyo diente
No perdonó a racimo aun en la frente
De Baco, cuanto más en su sarmiento
(Triunfador siempre de celosas lides,
Le coronó el Amor; mas rival tierno,
Breve de barba y duro no de cuerno,
Redimió con su muerte tantas vides)-,
Servido ya en cecina,
Purpúreos hilos es de grana fina.
Sobre corchos después, más regalado
Sueño le solicitan pieles blandas
Que al Príncipe entre Holandas
Púrpura Tiria o Milanés brocado.
No de humosos vinos agravado
Es Sísifo en la cuesta, si en la cumbre
De ponderosa vana pesadumbre
Es, cuanto más despierto, más burlado.
De trompa militar no, o destemplado
Son de cajas, fue el sueño interrumpido;
De can sí, embravecido
Contra la seca hoja
Que el viento repeló a alguna coscoja.
Durmió, y recuerda al fin cuando las aves
-Esquilas dulces de sonora pluma
Señas dieron suaves
Del Alba al Sol, que el pabellón de espuma
Dejó, y en su carroza
Rayó el verde obelisco de la choza.
Agradecido, pues, el peregrino,
Deja el albergue y sale acompañado
De quien lo lleva donde, levantado,
Distante pocos pasos del camino,
Imperïoso mira la campaña
Un escollo, apacible galería,
Que festivo teatro fue algún día
De cuantos pisan, Faunos, la montaña.
Llegó, y a vista tanta
Obedeciendo la dudosa planta,
Inmóvil se quedó sobre un lentisco,
Verde balcón del agradable risco.
Si mucho poco mapa le despliega,
Mucho es más lo que, nieblas desatando,
Confunde el Sol y la distancia niega.
SOLEDAD PRIMERA (PARTE II)
Muda la admiración, habla callando,
Y, ciega, un río sigue, que -luciente
De aquellos montes hijo-
Con torcido discurso, aunque prolijo,
Tiraniza los campos útilmente;
Orladas sus orillas de frutales,
Si de flores, tomadas no, a la Aurora,
Derecho corre, mientras no revoca
Los mismos autos el de sus cristales;
Huye un trecho de sí, y se alcanza luego;
Desvíase y, buscando sus desvíos,
Errores dulces, dulces desvaríos,
Hacen sus aguas con lascivo fuego;
Engazando edificios en su plata,
De quintas coronado se dilata
Majestuosamente
-En brazos dividido, caudalosos,
De islas que paréntesis frondosos
Al período son de su corriente-
De la alta gruta donde se desata
Hasta los jaspes líquidos, adonde
Su orgullo pierde y su memoria esconde.
«Aquellas que los árboles apenas
Dejan ser torres hoy -dijo el cabrero
Con muestras de dolor extraordinarias-
Las estrellas nocturnas luminarias
Eran de sus almenas,
Cuando el que ves sayal fue limpio acero.
Yacen ahora, y sus desnudas piedras
Visten piadosas yedras:
Que a ruinas y a estragos,
Sabe el tiempo hacer verdes halagos.»
Con gusto el joven y atención le oía,
Cuando torrente de armas y de perros,
Que si precipitados no los cerros
Las personas tras de un lobo traía,
Tierno discurso y dulce compañía
Dejar hizo al serrano,
Que -del sublime espacïoso llano
Al huésped al camino reduciendo-
Al venatorio estruendo,
Pasos dando veloces,
Número crece y multiplica voces.
Bajaba entre sí el joven admirando
Armado a Pan o semicapro a Marte,
En el pastor mentidos, que con arte
Culto principio dio al discurso cuando
Rémora de sus pasos fue su oído,
Dulcemente impedido
De canoro instrumento, que pulsado
Era de una serrana junto a un tronco,
Sobre un arroyo, de quejarse ronco,
Mudo sus ondas, cuando no enfrenado.
Otra con ella montaraz zagala
Juntaba el cristal líquido al humano
Por el arcaduz bello de una mano
Que al uno menosprecia, al otro iguala.
Del verde margen otra las mejores
Rosas traslada y lilios al cabello,
O por lo matizado o por lo bello,
Si Aurora no con rayos, Sol con flores.
Negras pizarras entre blancos dedos
Ingeniosa hiere otra, que dudo
Que aun los peñascos la escucharan quedos.
Al son, pues, deste rudo
Sonoroso instrumento,
-Lasciva el movimiento,
Mas los ojos honesta-
Altera otra, bailando, la floresta.
Tantas al fin el arroyuelo, y tantas
Montañesas da el prado, que dirías
Ser menos las que verdes Hamadrías
Abortaron las plantas:
Inundación hermosa
Que la montaña hizo populosa
De sus aldeas todas
A pastorales bodas.
De una encina embebido
En lo cóncavo, el joven mantenía
La vista de hermosura, y el oído
De métrica armonía.
El Sileno buscaba
De aquellas que la sierra dio Bacantes,
-Ya que Ninfas las niega ser errantes
El hombro sin aljaba-;
O si -del Termodonte
Émulo del arroyuelo desatado
De aquel fragoso monte-
Escuadrón de Amazonas desarmado
Tremola en sus riberas
Pacíficas banderas.
Vulgo lascivo erraba
-Al voto del mancebo,
El yugo de ambos sexos sacudido-
Al tiempo que -de flores impedido
El que ya serenaba
La región de su frente rayo nuevo-
Purpúrea terneruela, conducida
De su madre, no menos enramada
Entre albogues se ofrece, acompañada
De juventud florida.
Cuál dellos las pendientes sumas graves
De negras baja, de crestadas aves,
Cuyo lascivo esposo vigilante
Doméstico es del Sol nuncio canoro,
Y -de coral barbado- no de oro
Ciñe, sino de púrpura, turbante.
Quién la cerviz oprime
Con la manchada copia
De los cabritos más retozadores,
Tan golosos, que gime
El que menos peinar puede las flores
De su guirnalda propia.
No el sitio, no, fragoso,
No el torcido taladro de la tierra,
Privilegió en la sierra
La paz del conejuelo temeroso:
Trofeo ya su número es a un hombro,
Si carga no y asombro.
Tú, ave peregrina,
Arrogante esplendor -ya que no bello-
Del último Occidente:
Penda el rugoso nácar de tu frente
Sobre el crespo zafiro de tu cuello,
Que Himeneo a sus mesas te destina.
Sobre dos hombros larga vara ostenta
En cien aves cien picos de rubíes,
Tafiletes calzadas carmesíes,
Emulación y afrenta
Aun de los Berberiscos,
En la inculta región de aquellos riscos.
Lo que lloró la Aurora
-Si es néctar lo que llora-,
Y antes que el Sol enjuga
La abeja que madruga
A libar flores y a chupar cristales,
En celdas de oro líquido, en panales
La orza contenía
Que un montañés traía.
No excedía la oreja
El pululante ramo
Del ternezuelo gamo,
Que mal llevar se deja
Y con razón: que el tálamo desdeña
La sombra aun de lisonja tan pequeña.
El arco del camino, pues, torcido,
-Que habían con trabajo
Por la fragosa cuerda del atajo
Las gallardas serranas desmentido-,
De la cansada juventud vencido,
-Los fuertes hombros con las cargas graves,,
Treguas hechas suaves-
Sueño le ofrece a quien buscó descanso
El ya sañudo arroyo, ahora manso:
Merced de la hermosura que ha hospedado,
Efectos, si no dulces, del concento
Que, en las lucientes de marfil clavijas,
Las duras cuerdas de las negras guijas
Hicieron a su curso acelerado,
En cuanto a su furor perdonó el viento.
Menos en renunciar tardó la encina
El extranjero errante,
Que en reclinarse el menos fatigado
Sobre la grana que se viste fina
Su bella amada, deponiendo amante
En las vestidas rosas su cuidado.
Saludólos a todos cortésmente,
Y -admirado no menos
De los serranos que correspondido-
Las sombras solicita de unas peñas.
De lágrimas los tiernos ojos llenos,
Reconociendo el mar en el vestido
-Que beberse no pudo el Sol ardiente
Las que siempre dará cerúleas señas-,
Político serrano,
De canas grave, habló desta manera:
«¿Cuál tigre, la más fiera
Que clima infamó Hircano,
Dio el primer alimento
Al que -ya deste o del aquel mar- primero
Surcó, labrador fiero,
El campo undoso en mal nacido pino,
Vaga Clicie del viento,
En telas hecho -antes que en flor- el lino?
Más armas introdujo este marino
Monstruo, escamado de robustas hayas,
A las que tanto mar divide playas,
Que confusión y fuego
Al Frigio muro el otro leño Griego.
»Náutica industria investigó tal piedra,
Que, cual abraza yedra
Escollo, el metal ella fulminante
De que Marte se viste y, lisonjera,
Solicita el que más brilla diamante
En la nocturna capa de la esfera,
Estrella a nuestro Polo más vecina;
Y, con virtud no poca,
Distante le revoca,
Elevada la inclina
Ya de la Aurora bella
Al rosado balcón, ya a la que sella
Cerúlea tumba fría
Las cenizas del día.
»En ésta, pues, fiándose atractiva,
Del Norte amante dura, alado roble,
No hay tormentoso cabo que no doble,
Ni isla hoy a su vuelo fugitiva.
»Tifis el primer leño mal seguro
Condujo, muchos luego Palinuro;
Si bien por un mar ambos, que la tierra
Estanque dejó hecho,
Cuyo famoso estrecho
Una y otra, de Alcides, llave cierra.
SOLEDAD PRIMERA (PARTE III)
»Piloto hoy la Codicia, no de errantes
Árboles, mas de selvas inconstantes,
Al padre de las aguas Oceano,
-De cuya monarquía
El Sol, que cada día
Nace en sus ondas, y en sus ondas muere,
Los términos saber todos no quiere-
Dejó primero de su espuma cano,
Sin admitir segundo
En inculcar sus límites al mundo.
»Abetos suyos tres aquel tridente
Violaron a Neptuno,
Conculcado hasta allí de otro ninguno,
Besando las que al Sol el Occidente
Le corre, en lecho azul de aguas marinas,
Turquesadas cortinas.
»A pesar luego de áspides volantes,
-Sombra del Sol y tósigo del viento-
De Caribes flechados, sus banderas
Siempre gloriosas, siempre tremolantes,
Rompieron los que armó de plumas ciento
Lestrigones el istmo, aladas fieras:
El istmo que al Océano divide
Y -sierpe de cristal- juntar le impide
La cabeza del Norte coronada
Con la que ilustra el Sur, cola escamada
De Antárticas estrellas.
»Segundos leños dio a segundo Polo
En nuevo mar, que le rindió no sólo
Las blancas hijas de sus conchas bellas,
Mas los que lograr bien no supo Midas
Metales homicidas.
»No le bastó después a este elemento
Conducir Orcas, alistar Ballenas,
Murarse de montañas espumosas,
Infamar blanqueando sus arenas
Con tantas del primer atrevimiento
Señas -aun a los buitres lastimosas-,
Para con estas lastimosas señas
Temeridades enfrenar segundas.
»Tú, Codicia, tú, pues, de las profundas
Estigias aguas torpe marinero,
Cuantos abre sepulcros el mar fiero
A tus huesos, desdeñas.
»El Promontorio que Eolo sus rocas
Candados hizo de otras nuevas grutas
Para el Austro de alas nunca enjutas,
Para el Cierzo expirante por cien bocas,
Doblaste alegre, y tu obstinada entena
Cabo le hizo de Esperanza Buena.
Tantos luego Astronómicos presagios
Frustrados, tanta Náutica doctrina,
Debajo de la Zona aun más vecina
Al Sol, calmas vencidas y naufragios,
Los reinos de la Aurora al fin besaste,
Cuyos purpúreos senos perlas netas,
Cuyas minas secretas
Hoy te guardan su más precioso engaste;
La aromática selva penetraste
Que al pájaro de Arabia -cuyo vuelo
Arco alado es del cielo,
No corvo, mas tendido-
Pira le erige, y le construye nido.
»Zodíaco después fue cristalino
A glorïoso pino,
Émulo vago del ardiente coche
Del Sol, este elemento,
Que cuatro veces había sido ciento
Dosel al día y tálamo a la noche,
Cuando halló de fugitiva plata
La bisagra, aunque estrecha, abrazadora
De un Océano y otro siempre uno,
O las columnas bese o la escarlata,
Tapete de la Aurora.
ȃsta, pues, nave ahora,
En el húmido templo de Neptuno
Varada pende a la inmortal memoria
Con nombre de Victoria.
»De firmes islas no la inmóvil flota
En aquel mar del Alba te describo,
Cuyo número -ya que no lascivo-
Por lo bello agradable y por lo vario
La dulce confusión hacer podía
Que en los blancos estanques del Eurota
La virginal desnuda montería,
Haciendo escollos o de mármol Pario
O de terso marfil sus miembros bellos,
Que pudo bien Acteón perderse en ellos.
»El bosque dividido en islas pocas,
Fragante productor de aquel aroma
-Que, traducido mal por el Egito,
Tarde le encomendó el Nilo a sus bocas,
Y ellas más tarde a la gulosa Grecia-,
Clavo no, espuela sí del apetito
-Que cuanto en conocello tardó Roma
Fue templado Catón, casta Lucrecia-,
Quédese, amigo, en tan inciertos mares,
Donde con mi hacienda
Del alma se quedó la mejor prenda,
Cuya memoria es buitre de pesares.»
En suspiros con esto,
Y en más anegó lágrimas el resto
De su discurso el montañés prolijo,
Que el viento su caudal, el mar su hijo.
Consolallo pudiera el peregrino
Con las de su edad corta historias largas,
Si -vinculados todos a sus cargas,
Cual próvidas hormigas a sus mieses-
No comenzaran ya los montañeses
A esconder con el número el camino,
Y el cielo con el polvo. Enjugó el viejo
Del tierno humor las venerables canas,
Y levantando al forastero, dijo:
«Cabo me han hecho, hijo,
De este hermoso tercio de serranas;
Si tu neutralidad sufre consejo,
Y no te fuerza obligación precisa,
La piedad que en mi alma ya te hospeda
Hoy te convida al que nos guarda sueño
Política alameda,
Verde muro de aquel lugar pequeño
Que, a pesar de esos frexnos, se divisa;
Sigue la femenil tropa conmigo:
Verás curioso y honrarás testigo
El tálamo de nuestros labradores,
Que de tu calidad señas mayores
Me dan que del Océano tus paños,
O razón falta donde sobran años.»
Mal pudo el extranjero agradecido
En tercio tal negar tal compañía
Y en tan noble ocasión tal hospedaje.
Alegres pisan la que, si no era
De chopos calle y de álamos carrera,
El fresco de los céfiros ruido,
El denso de los árboles celaje,
En duda ponen cuál mayor hacía
Guerra al calor o resistencia al día.
Coros tejiendo, voces alternando,
Sigue la dulce escuadra montañesa
Del perezoso arroyo el paso lento,
En cuanto él hurta blando,
Entre los olmos que robustos besa,
Pedazos de cristal, que el movimiento
Libra en la falda, en el coturno ella
De la columna bella,
Ya que celosa basa,
Dispensadora del cristal no escasa.
Sirenas de los montes su concento,
A las que menos del sañudo viento
Pudiera antigua planta
Temer ruina o recelar fracaso,
Pasos hiciera dar el menor paso
De su pie o su garganta.
Pintadas aves -cítaras de pluma-
Coronaban la bárbara capilla,
Mientras el arroyuelo para oílla
Hace de blanca espuma
Tantas orejas cuantas guijas lava,
De donde es fuente a donde arroyo acaba.
Vencedores se arrogan los serranos
Los consignados premios otro día,
Ya al formidable salto, ya a la ardiente
Lucha, ya a la carrera polvorosa.
El menos ágil, cuantos comarcanos
Convoca el caso, él solo desafia,
Consagrando los palios a su esposa,
Que a mucha fresca rosa
Beber el sudor hace de su frente,
Mayor aún del que espera
En la lucha, en el salto, en la carrera.
Centro apacible un círculo espacioso
A más caminos que una estrella rayos,
Hacía, bien de pobos, bien de alisos,
Donde la Primavera,
-Calzada Abriles y vestida Mayos-
Centellas saca de cristal undoso
A un pedernal orlado de Narcisos.
Este pues centro era
Meta umbrosa al vaquero convecino,
Y delicioso término al distante,
Donde, aun cansado más que el caminante
Concurría el camino.
Al concento se abaten cristalino
Sedientas las serranas,
Cual simples codornices al reclamo
Que les miente la voz, y verde cela,
Entre la no espigada mies, la tela.
Músicas hojas viste el menor ramo
Del álamo que peina verdes canas;
No céfiros en él, no ruiseñores
Lisonjear pudieron breve rato
Al montañés, que -ingrato
Al fresco, a la armonía y a las flores-
Del sitio pisa ameno
La fresca hierba, cual la arena ardiente
De la Libia, y a cuantas da la fuente
Sierpes de aljófar, aun mayor veneno
Que a las del Ponto, tímido atribuye,
Según el pie, según los labios huye.
Pasaron todos, pues, y regulados
Cual en los Equinoccios surcar vemos
Los piélagos del aire libre algunas
Volantes no galeras,
Sino grullas veleras,
Tal vez creciendo, tal menguando lunas
Sus distantes extremos,
Caracteres tal vez formando alados
En el papel diáfano del cielo
Las plumas de su vuelo.
Ellas en tanto en bóvedas de sombras,
Pintadas siempre al fresco,
Cubren las que Sidón telar Turquesco
No ha sabido imitar, verdes alfombras.
Apenas reclinaron la cabeza,
Cuando, en número iguales y en belleza,
Los márgenes matiza de las fuentes
Segunda Primavera de villanas,
Que -parientas del novio aun más cercanas
Que vecinos sus pueblos- de presentes
Prevenidas, concurren a las bodas.
Mezcladas hacen todas
Teatro dulce -no de escena muda-
El apacible sitio: espacio breve
En que, a pesar del Sol, cuajada nieve,
Y nieve de colores mil vestida,
La sombra vio florida
En la hierba menuda.
Viendo pues que igualmente les quedaba
Para el lugar a ellas de camino
Lo que al Sol para el lóbrego Occidente,
Cual de aves se caló turba canora
A robusto nogal que acequia lava
En cercado vecino,
Cuando a nuestros Antípodas la Aurora
Las rosas gozar deja de su frente:
Tal sale aquella que sin alas vuela
Hermosa escuadra con ligero paso,
Haciéndole atalayas del Ocaso
Cuantos humeros cuenta la aldehuela.
El lento escuadrón luego
Alcanzan de serranos;
Y disolviendo allí la compañía,
Al pueblo llegan con la luz que el día
Cedió al sacro Volcán de errante fuego,
A la torre, de luces coronada,
Que el templo ilustra, y a los aires vanos
Artificiosamente da exhalada
Luminosas de Pólvora saetas,
Purpúreos no cometas.
Los fuegos, pues, el joven solemniza,
Mientras el viejo tanta acusa Tea
Al de las bodas dios, no alguna sea
De nocturno Faetón carroza ardiente,
Y miserablemente
Campo amanezca estéril de ceniza
La que anocheció aldea.
De Alcides le llevó luego a las plantas,
Que estaban, no muy lejos,
Trenzándose el cabello verde a cuantas
Da el fuego luces y el arroyo espejos.
Tanto garzón robusto,
Tanta ofrecen los álamos zagala,
Que abrevïara el Sol en una estrella,
Por ver la menos bella,
Cuantos saluda rayos el Bengala,
Del Ganges cisne adusto.
La gaita al baile solicita el gusto,
A la voz el psalterio;
Cruza el Trión más fijo el Hemisferio,
Y el tronco mayor danza en la ribera;
El Eco, voz ya entera,
No hay silencio a que pronto no responda;
Fanal es del arroyo cada onda,
Luz el reflejo, la agua vidrïera.
SOLEDAD PRIMERA (PARTE IV)
Términos le da el sueño al regocijo,
Mas al cansancio no: que el movimiento
Verdugo de las fuerzas es prolijo.
Los fuegos -cuyas lenguas ciento a ciento
Desmintieron la noche algunas horas,
Cuyas luces, del Sol competidoras,
Fingieron día en la tiniebla oscura-
Murieron, y en sí mismos sepultados,
Sus miembros en cenizas desatados
Piedras son de su misma sepultura.
Vence la noche al fin, y triunfa mudo
El silencio, aunque breve, del ruido:
Sólo gime ofendido
El sagrado laurel del hierro agudo:
Deja de su esplendor, deja desnudo
De su frondosa pompa al verde aliso
El golpe no remiso
Del villano membrudo;
El que resistir pudo
Al animoso Austro, al Euro ronco,
Chopo gallardo -cuyo liso tronco
Papel fue de pastores, aunque rudo-
A revelar secretos va a la aldea,
Que impide Amor que aun otro chopo lea.
Estos árboles, pues, ve la mañana
Mentir florestas y emular vïales
Cuantos muró de líquidos cristales
Agricultura urbana.
Recordó al Sol, no, de su espuma cana,
La dulce de las aves armonía,
Sino los dos topacios que batía,
-Orientales aldabas- Himeneo.
Del carro, pues, Febeo
El luminoso tiro,
Mordiendo oro, el eclíptico zafiro
Pisar quería, cuando el populoso
Lugarillo, el serrano
Con su huésped, que admira cortesano,
-A pesar del estambre y de la seda-
El que tapiz frondoso
Tejió de verdes hojas la arboleda,
Y los que por las calles espaciosas
Fabrican arcos, rosas:
Oblicuos nuevos, pénsiles jardines,
De tantos como vïolas jazmines.
Al galán novio el montañés presenta
Su forastero; luego al venerable
Padre de la que en sí bella se esconde
Con ceño dulce y con silencio afable,
Beldad parlera, gracia muda ostenta:
Cual del rizado verde botón donde
Abrevia su hermosura virgen rosa,
Las cisuras cairela
Un color que la púrpura que cela
Por brújula concede vergonzosa.
Digna la juzga esposa
De un Héroe, si no Augusto, esclarecido,
El joven, al instante arrebatado
A la que, naufragante y desterrado
Lo condenó a su olvido.
Este, pues, Sol que a olvido lo condena,
Cenizas hizo las que su memoria
Negras plumas vistió, que infelizmente
Sordo engendran gusano, cuyo diente,
Minador antes lento de su gloria,
Inmortal arador fue de su pena.
Y en la sombra no más de la azucena,
Que del clavel procura acompañada
Imitar en la bella labradora
El templado color de la que adora,
Víbora pisa tal el pensamiento,
Que el alma, por los ojos desatada,
Señas diera de su arrebatamiento
Si de zampoñas ciento
Y de otros, aunque bárbaros, sonoros
Instrumentos, no, en dos festivos coros,
Vírgenes bellas, jóvenes lucidos,
Llegaran conducidos.
El numeroso al fin de labradores
Concurso impacïente
Los novios saca: él, de años floreciente,
Y de caudal más floreciente que ellos;
Ella, la misma pompa de las flores,
La Esfera misma de los rayos bellos.
El lazo de ambos cuellos
Entre un lascivo enjambre iba de amores
Himeneo añudando,
Mientras invocan su Deidad la alterna
De zagalejas cándidas voz tierna
Y de garzones este acento blando:
CORO I
«Ven, Himeneo, ven donde te espera
Con ojos y sin alas un Cupido,
Cuyo cabello intonso dulcemente
Niega el vello que el bulto ha colorido:
El vello, flores de su Primavera,
Y rayos el cabello de su frente.
Niño amó la que adora adolescente,
Villana Psiques, Ninfa labradora
De la tostada Ceres. Ésta, ahora,
En los inciertos de su edad segunda
Crepúsculos, vincule tu coyunda
A su ardiente deseo.
Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO II
«Ven, Himeneo, donde, entre arreboles
De honesto rosicler, previene el día,
-Aurora de sus ojos soberanos-
Virgen tan bella, que hacer podría
Tórrida la Noruega con dos Soles
Y blanca la Etïopía con dos manos.
Claveles del Abril, rubíes tempranos,
Cuantos engasta el oro del cabello,
Cuantas -del uno ya y del otro cuello
Cadenas- la concordia engarza rosas,
De sus mejillas, siempre vergonzosas,
Purpúreo son trofeo
Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO I
«Ven, Himeneo, y plumas no vulgares
Al aire los hijuelos den alados
De las que el bosque bellas Ninfas cela;
De sus carcajes, éstos, argentados,
Flechen mosquetas, nieven azahares;
Vigilantes aquéllos, la aldehuela
Rediman del que más o tardo vuela,
O infausto gime, pájaro nocturno;
Mudos coronen otros por su turno
El dulce lecho conyugal, en cuanto
Lasciva abeja al virginal acanto
Néctar le chupa Hibleo.
Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO II
«Ven, Himeneo, y las volantes pías,
Que azules ojos con pestañas de oro
Sus plumas son, conduzgan alta diosa,
Gloria mayor del soberano coro.
Fíe tus nudos ella, que los días
Disuelvan tarde en senectud dichosa;
Y la que Juno es hoy a nuestra esposa,
Casta Lucina -en lunas desiguales-
Tantas veces repita sus umbrales,
Que Níobe inmortal la admire el mundo,
No en blanco mármol, por su mal fecundo,
Escollo hoy del Leteo.
Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO I
«Ven, Himeneo, y nuestra agricultura
De copia tal a estrellas deba amigas
Progenie tan robusta, que su mano
Toros dome, y de un rubio mar de espigas
Inunde liberal la tierra dura;
Y al verde, joven, floreciente llano
Blancas ovejas suyas hagan, cano,
En breves horas caducar la hierba;
Oro le expriman líquido a Minerva,
Y -los olmos casando con las vides-
Mientras coronan pámpanos a Alcides
Clava empuñe Lieo.
Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO II
«Ven, Himeneo, y tantas le dé a Pales
Cuantas a Palas dulces prendas esta
Apenas hija hoy, madre mañana.
De errantes lilios unas la floresta
Cubran: corderos mil, que los cristales
Vistan del río en breve undosa lana;
De Aracnes otras la arrogancia vana
Modestas acusando en blancas telas,
No los hurtos de Amor, no las cautelas
De Júpiter compulsen: que, aun en lino,
Ni a la pluvia luciente de oro fino,
Ni al blanco cisne creo.
Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
El dulce alterno canto
A sus umbrales revocó felices
Los novios, del vecino templo santo.
Del yugo aún no domadas las cervices,
Novillos -breve término surcado-
Restituyen así el pendiente arado
Al que pajizo albergue los aguarda.
Llegaron todos, pues, y, con gallarda
Civil magnificencia, el suegro anciano,
Cuantos la sierra dio, cuantos dio el llano,
Labradores convida
A la prolija rústica comida
Que sin rumor previno en mesas grandes.
Ostente crespas, blancas esculturas
Artífice gentil de dobladuras
En los que Damascó manteles Flandes,
Mientras casero lino Ceres tanta
Ofrece ahora, cuantos guardó el heno
Dulces pomos, que al curso de Atalanta
Fueran dorado freno.
Manjares que el veneno
Y el apetito ignoran igualmente
Les sirvieron, y en oro, no, luciente,
Confuso Baco, ni en bruñida plata
Su néctar les desata,
Sino en vidrio topacios carmesíes
y pálidos rubíes.
Sellar del fuego quiso regalado
Los gulosos estómagos el rubio
Imitador suave de la cera
Quesillo -dulcemente apremïado
De rústica, vaquera,
Blanca, hermosa mano, cuyas venas
La distinguieron de la leche apenas-;
Mas ni la encarcelada nuez esquiva,
Ni el membrillo pudieran anudado,
Si la sabrosa oliva
No serenara el Bacanal diluvio.
Levantadas las mesas, al canoro
Son de la Ninfa un tiempo, ahora caña,
Seis de los montes, seis de la campaña
-Sus espaldas rayando el sutil oro
Que negó al viento el nácar bien tejido-,
Terno de gracias bello, repetido
Cuatro veces en doce labradoras,
Entró bailando numerosamente;
Y dulce Musa entre ellas -si consiente
Bárbaras el Parnaso moradoras-.
«Vivid felices -dijo-
Largo curso de edad nunca prolijo;
Y si prolijo, en nudos amorosos
Siempre vivid, Esposos.
Venza no sólo en su candor la nieve,
Mas plata en su esplendor sea cardada
Cuanto estambre vital Cloto os traslada
De la alta fatal rueca al huso breve.
»Sean de la Fortuna
Aplausos la respuesta
De vuestras granjerías.
A la reja importuna,
A la azada molesta
Fecundo os rinda -en desiguales días-
El campo agradecido
Oro trillado y néctar exprimido.
»Sus morados cantuesos, sus copadas
Encinas la montaña contar antes
Deje que vuestras cabras, siempre errantes,
Que vuestras vacas, tarde o nunca herradas.
Corderillos os brote la ribera,
Que la hierba menuda
Y las perlas exceda del rocío
Su número, y del río
La blanca espuma, cuantos la tijera
Vellones les desnuda.
»Tantos de breve fábrica, aunque ruda
Albergues vuestros las abejas moren,
Y Primaveras tantas os desfloren,
Que -cual la Arabia madre ve de aromas
Sacros troncos sudar fragantes gomas-
Vuestros corchos por uno y otro poro
En dulce se desaten líquido oro.
»Próspera al fin, mas no espumosa tanto
Vuestra fortuna sea,
Que alimenten la invidia en vuestra aldea
Áspides más que en la región del llanto.
Entre opulencias y necesidades
Medianías vinculen competentes
A vuestros descendientes,
-Previniendo ambos daños- las edades.
Ilustren obeliscos las ciudades,
A los rayos de Júpiter expuesta
-Aún más que a los de Febo- su corona,
Cuando a la choza pastoral perdona
El cielo, fulminando la floresta.
»Cisnes, pues, una y otra pluma, en esta
Tranquilidad os halle labradora
La postrimera hora:
Cuya lámina cifre desengaños,
Que en letras pocas lean muchos años.»
SOLEDAD PRIMERA (PARTE V)
Del himno culto dio el último acento
Fin mudo al baile, al tiempo que seguida
La novia sale de villanas ciento
A la verde florida palizada,
Cual nueva Fénix en flamantes plumas
Matutinos del Sol rayos vestida,
De cuanta surca el aire acompañada
Monarquía canora;
Y, vadeando nubes, las espumas
Del Rey corona de los otros ríos:
En cuya orilla el viento hereda ahora
Pequeños, no vacíos,
De funerales bárbaros trofeos
Que el Egipto erigió a sus Ptolomeos.
Los árboles que el bosque habían fingido,
Umbroso Coliseo ya formando,
Despejan el ejido,
Olímpica palestra
De valientes desnudos labradores.
Llegó la desposada apenas, cuando
Feroz ardiente muestra
Hicieron dos robustos luchadores
De sus músculos, menos defendidos
Del blanco lino que del vello obscuro.
Abrazáronse, pues, los dos, y luego
-Humo anhelando el que no suda fuego-
De recíprocos nudos impedidos
Cual duros olmos de implicantes vides,
Yedra el uno es tenaz del otro muro.
Mañosos, al fin, hijos de la tierra,
Cuando fuertes no Aicides,
Procuran derribarse y, derribados,
Cual pinos se levantan arraigados
En los profundos senos de la sierra.
Premio los honra igual. Y de otros cuatro
Ciñe las sienes gloriosa rama,
Con que se puso término a la lucha.
Las dos partes rayaba del teatro
El Sol, cuando arrogante joven llama
Al expedido salto
La bárbara corona que le escucha.
Arras del animoso desafio
Un pardo gabán fue en el verde suelo,
A quien se abaten ocho o diez soberbios
Montañeses, cual suele de lo alto
Calarse turba de invidiosas aves
A los ojos de Ascálafo, vestido
De perezosas plumas. Quién, de graves
Piedras las duras manos impedido,
Su agilidad pondera; quién sus nervios
Desata estremeciéndose gallardo.
Besó la raya, pues, el pie desnudo
Del suelto mozo, y con airoso vuelo
Pisó del viento lo que del ejido
Tres veces ocupar pudiera un dardo.
La admiración, vestida un mármol frío,
Apenas arquear las cejas pudo;
La emulación, calzada un duro hielo,
Torpe se arraiga. Bien que impulso noble
De gloria, aunque villano, solicita
A un vaquero de aquellos montes, grueso,
Membrudo, fuerte roble,
Que, ágil a pesar de lo robusto,
Al aire se arrebata, violentando
Lo grave tanto, que lo precipita
-Ícaro montañés- su mismo peso,
De la menuda hierba el seno blando
Piélago duro hecho a su ruina.
Si no tan corpulento, más adusto
Serrano le sucede,
Que iguala y aun excede
Al ayuno Leopardo,
Al Corcillo travieso, al Muflón Sardo
Que de las rocas trepa a la marina
Sin dejar ni aun pequeña
Del pie ligero bipartida seña.
Con más felicidad que el precedente,
Pisó las huellas casi del primero
El adusto vaquero.
Pasos otro dio al aire, al suelo coces.
Y premïados gradüalmente,
Advocaron a sí toda la gente
-Cierzos del llano y Austros de la sierra-
Mancebos tan veloces,
Que cuando Ceres más dora la tierra
Y argenta el mar desde sus grutas hondas
Neptuno, sin fatiga
Su vago pie de pluma
Surcar pudiera mieses, pisar ondas;
Sin inclinar espiga,
Sin vïolar espuma.
Dos veces eran diez, y dirigidos
A dos olmos que quieren, abrazados,
Ser palios verdes, ser frondosas metas,
Salen cual de torcidos
Arcos, o nervïosos o acerados,
Con silbo igual, dos veces diez saetas.
No el polvo desparece
El campo, que no pisan alas hierba;
Es el más torpe una herida cierva,
El más tardo la vista desvanece,
Y, siguiendo al más lento,
Cojea el pensamiento.
El tercio casi de una milla era
La prolija carrera
Que los Hercúleos troncos hace breves;
Pero las plantas leves
De tres sueltos zagales
La distancia sincopan tan iguales,
Que la atención confunden judiciosa.
De la Peneida virgen desdeñosa,
Los dulces fugitivos miembros bellos
En la corteza no abrazó reciente
Más firme Apolo, más estrechamente,
Que de una y otra meta glorïosa
Las duras basas abrazaron ellos
Con triplicado nudo.
Árbitro Alcides en sus ramas, dudo
Que el caso decidiera,
Bien que su menor hoja un ojo fuera
Del lince más agudo.
En tanto, pues, que el palio neutro pende,
Y la carroza de la luz desciende
A templarse en las ondas, Himeneo
-Por templar en los brazos el deseo
Del galán novio, de la esposa bella-
Los rayos anticipa de la estrella,
Cerúlea ahora, ya purpúrea guía
De los dudosos términos del día.
El jüicio -al de todo, indeciso-
Del concurso ligero,
El padrino con tres de limpio acero
Cuchillos corvos absolvello quiso.
Solícita Junón, Amor no omiso,
Al son de otra zampoña que conduce
Ninfas bellas y Sátiros lascivos,
Los desposados a su casa vuelven,
Que coronada luce
De estrellas fijas, de Astros fugitivos
Que en sonoroso humo se resuelven.
Llegó todo el lugar, y, despedido,
Casta Venus -que el lecho ha prevenido
De las plumas que baten más suaves
En su volante carro blancas aves-
Los novios entra en dura no estacada:
Que, siendo Amor una Deidad alada,
Bien previno la hija de la espuma
A batallas de amor campo de pluma.
SOLEDAD SEGUNDA (PARTE I)
Éntrase el mar por un arroyo breve
Que a recibillo con sediento paso
De su roca natal se precipita,
Y mucha sal no sólo en poco vaso,
Mas en su ruina bebe,
Y a su fin, cristalina mariposa
-No alada, sino undosa-,
En el farol de Tetis solicita.
Muros desmantelando, pues, de arena,
Centauro ya espumoso el océano
-Medio mar, medio ría-
Dos veces huella la campaña al día,
Escalar pretendiendo el monte en vano,
De quien es dulce vena
El tarde ya torrente
Arrepentido, y aun retrocedente.
Eral lozano así novillo tierno,
De bien nacido cuerno
Mal lunada la frente,
Retrógrado cedió en desigual lucha
A duro toro, aun contra el viento armado:
No, pues, de otra manera
A la violencia mucha
Del padre de las aguas, coronado
De blancas ovas y de espuma verde,
Resiste obedeciendo, y tierra pierde.
En la incierta ribera
-Guarnición desigual a tanto espejo-,
Descubrió la alba a nuestro peregrino
Con todo el villanaje ultramarino,
Que a la fiesta nupcial, de verde tejo
Toldado, ya capaz tradujo pino.
Los escollos el sol rayaba, cuando
Con remos gemidores,
Dos pobres, se aparecen, pescadores,
Nudos al mar, de cáñamo, fiando.
Ruiseñor en los bosques no más blando,
El verde robre que es barquillo ahora,
Saludar vio la Aurora,
Que al uno en dulces quejas -y no pocas-
Ondas endurecer, liquidar rocas.
Señas mudas la dulce voz doliente
Permitió solamente
A la turba, que dar quisiera voces
A la que de un ancón segunda haya
-Cristal pisando azul con pies veloces-
Salió improvisa, de una y de otra playa
Vínculo desatado, inestable puente.
La prora diligente
No sólo dirigió a la opuesta orilla,
Mas redujo la música barquilla,
Que en dos cuernos del mar caló no breves
Sus plomos graves y sus corchos leves.
Los senos ocupó del mayor leño
La marítima tropa,
Usando al entrar todos
Cuantos les enseñó corteses modos
En la lengua del agua ruda escuela,
Con nuestro forastero, que la popa
Del canoro escogió bajel pequeño.
Aquél, las ondas escarchando, vuela;
Éste, con perezoso movimiento,
El mar encuentra, cuya espuma cana
Su parda aguda prora
Resplandeciente cuello
Hace de augusta Colla peruana
A quien hilos el Sur tributó ciento
De perlas cada hora.
Lágrimas no enjugó más de la aurora
Sobre vïolas negras la mañana,
Que arrolló su espolón con pompa vana
Caduco aljófar, pero aljófar bello.
Dando el huésped licencia para ello,
Recurren no a las redes que, mayores,
Mucho océano y pocas aguas prenden,
Sino a las que ambiciosas menos penden,
Laberinto nudoso de marino.
Dédalo, si de leño no, de lino,
Fábrica escrupulosa, y aunque incierta,
Siempre murada, pero siempre abierta.
Liberalmente de los pescadores
Al deseo el estero corresponde,
Sin valelle al lascivo ostión el justo
Arnés de hueso, donde
Lisonja breve al gusto
-Mas incentiva- esconde:
Contagio original quizá de aquella
Que, siempre hija bella
De los cristales, una
Venera fue su cuna.
Mallas visten de cáñamo al lenguado,
Mientras, en su piel lúbrica fiado,
El congrio, que viscosamente liso
Las telas burlar quiso,
Tejido en ellas se quedó burlado.
Las redes califica menos gruesas,
Sin romper hilo alguno,
Pompa el salmón de las reales mesas,
Cuando no de los campos de Neptuno,
Y el travieso robalo,
Guloso, de los cónsules, regalo.
Éstos y muchos más, unos desnudos,
Otros de escamas fáciles armados,
Dio la ría pescados,
Que, nadando en un piélago de nudos,
No agravan poco el negligente robre,
Espacïosamente dirigido
Al bienaventurado albergue pobre,
Que, de carrizos frágiles tejido,
Si fabricado no de gruesas cañas,
Bóvedas lo coronan de espadañas.
El peregrino, pues, haciendo en tanto
Instrumento el bajel, cuerdas los remos,
Al céfiro encomienda los extremos
Deste métrico llanto:
«Si de aire articulado
No son dolientes lágrimas suaves
Estas mis quejas graves,
Voces de sangre, y sangre son del alma.
Fíelas de tu calma
¡Oh mar! quien otra vez las ha fiado
De su fortuna aun más que de su hado.
»¡Oh mar, oh tú, supremo
Moderador piadoso de mis daños!
Tuyos serán mis años,
En tabla redimidos poco fuerte
De la bebida muerte,
Que ser quiso, en aquel peligro extremo,
Ella el forzado y su guadaña el remo.
»Regiones pise ajenas,
O clima propio, planta mía perdida,
Tuya será mi vida,
Si vida me ha dejado que sea tuya
Quien me fuerza a que huya
De su prisión, dejando mis cadenas
Rastro en tus ondas más que en tus arenas.
»Audaz mi pensamiento
El cénit escaló, plumas vestido
Cuyo vuelo atrevido
-Si no ha dado su nombre a tus espumas-
De sus vestidas plumas
Conservarán el desvanecimiento
Los anales diáfanos del viento
»Esta, pues, culpa mía
El timón alternar menos seguro
Y el báculo más duro
Un lustro ha hecho a mi dudosa mano,
Solicitando en vano
Las alas sepultar de mi osadía
Donde el Sol nace o donde muere el día.
»Muera, enemiga amada,
Muera mi culpa, y tu desdén le guarde,
Arrepentido tarde,
Suspiro que mi muerte haga leda,
Cuando no le suceda,
O por breve o por tibia o por cansada,
Lágrima antes enjuta que llorada.
»Naufragio ya segundo,
O filos pongan de homicida hierro
Fin duro a mi destierro;
Tan generosa fe, no fácil onda,
No poca tierra esconda:
Urna suya el océano profundo,
Y obeliscos los montes sean del mundo.
»Túmulo tanto debe
Agradecido Amor a mi pie errante;
Líquido, pues, diamante
Calle mis huesos, y elevada cima
Selle sí, mas no oprima,
Esta que le fiaré ceniza breve,
Si hay ondas mudas y si hay tierra leve».
No es sordo el mar: la erudición engaña.
Bien que tal vez sañudo
No oya al piloto, o le responda fiero,
Sereno disimula más orejas
Que sembró dulces quejas
-Canoro labrador- el forastero
En su undosa campaña.
Espongïoso, pues, se bebió y mudo
El lagrimoso reconocimiento,
De cuyos dulces números no poca
Concentuosa suma
En los dos giros de invisible pluma
Que fingen sus dos alas hurtó el viento;
Eco -vestida una cavada roca-
Solicitó curiosa y guardó avara
La más dulce -si no la menos clara-
Sílaba, siendo en tanto
La vista de las chozas fin del canto.
Yace en el mar, si no continuada
Isla, mal de la tierra dividida,
Cuya forma tortuga es perezosa:
Díganlo cuantos siglos ha que nada
Sin besar de la playa espacïosa
La arena, de las ondas repetida.
A pesar, pues, del agua que la oculta,
Concha, si mucha no, capaz ostenta
De albergues, donde la humildad contenta
Mora, y Pomona se venera culta.
Dos son las chozas, pobre su artificio
Más aún que caduca su materia:
De los mancebos dos, la mayor, cuna;
De las redes la otra y su ejercicio,
Competente oficina.
Lo que agradable más se determina
Del breve islote, ocupa su fortuna,
Los extremos de fausto y de miseria
Moderando. En la plancha los recibe
El padre de los dos, émulo cano
Del sagrado Nereo, no ya tanto
Porque a la par de los escollos vive,
Porque en el mar preside comarcano
Al ejercicio piscatorio, cuanto
Por seis hijas, por seis deidades bellas,
Del cielo espumas y del mar estrellas.
Acogió al huésped con urbano estilo,
Y a su voz, que los juncos obedecen,
Tres hijas suyas cándidas le ofrecen,
Que engaños construyendo están de hilo.
El huerto le da esotras, a quien debe
Si púrpura la rosa, el lilio nieve,
De jardín culto así en fingida gruta,
Salteó al labrador pluvia improvisa
De cristales inciertos, a la seña,
O a la que torció, llave, el fontanero:
Urna de Acuario, la imitada peña
Le embiste incauto, y si con pie grosero
Para la fuga apela, nubes pisa,
Burlándolo aun la parte más enjuta.
La vista saltearon poco menos
Del huésped admirado
Las no líquidas perlas que, al momento,
A los corteses juncos -por que el viento
Nudos les halle un día, bien que ajenos-
El cáñamo remiten, anudado.
Y de Vertumno al término labrado
El breve hierro, cuyo corvo diente
Las plantas le mordía cultamente.
Ponderador saluda afectuoso
Del esplendor que admira el extranjero
al Sol, en seis luceros dividido;
Y -honestamente al fin correspondido
Del coro vergonzoso-
Al viejo sigue, que prudente ordena
Los términos confunda de la cena
La comida prolija de pescados,
Raros muchos, y todos no comprados,
Impidiéndole el día al forastero,
Con dilaciones sordas le divierte
Entre unos verdes carrizales, donde
Armonïoso número se esconde
De blancos cisnes, de la misma suerte
Que gallinas domésticas al grano,
A la voz concurrientes del anciano.
En la más seca, en la más limpia anea
Vivificando están muchos sus huevos,
Y mientras dulce aquél su muerte anuncia
Entre la verde juncia,
Sus pollos éste al mar conduce nuevos,
De Espío y de Nerea
-Cuando más oscurecen las espumas-
Nevada invidia, sus nevadas plumas.
SOLEDAD SEGUNDA (PARTE II)
Hermana de Faetón, verde el cabello,
Les ofrece el que, joven ya gallardo,
De flexuosas mimbres garbín pardo
Tosco le ha encordonado, pero bello.
Lo más liso trepó, lo más sublime
Venció su agilidad, y artificiosa
Tejió en sus ramas inconstantes nidos,
Donde celosa arrulla y ronca gime
La ave lasciva de la cipria diosa.
Mástiles coronó menos crecido
Gavia no tan capaz: extraño todo,
El designio, la fábrica y el modo.
A pocos pasos le admiró no menos
Montecillo, las sienes laureado,
Traviesos despidiendo moradores
De sus confusos senos,
Conejuelos, que, el viento consultado,
Salieron retozando a pisar flores:
El más tímido, al fin, más ignorante
Del plomo fulminante.
Cóncavo frexno -a quien gracioso indulto
De su caduco natural permite
Que a la encina vivaz robusto imite
y hueco exceda al alcornoque inculto-
Verde era pompa de un vallete oculto,
Cuando frondoso alcázar no, de aquella,
Que sin corona vuela y sin espada,
Susurrante amazona, Dido alada,
De ejército más casto, de más bella
República, ceñida, en vez de muros,
De cortezas; en esta, pues, Cartago
Reina la abeja, oro brillando vago,
O el jugo beba de los aires puros,
O el sudor de los cielos, cuando liba
De las mudas estrellas la saliva;
Burgo eran suyo el tronco informe, el breve
Corcho, y moradas pobres sus vacíos,
Del que más solicita los desvíos
De la isla, plebeyo enjambre leve.
Llegaron luego donde al mar se atreve,
Si promontorio no, un cerro elevado,
De cabras estrellado,
Iguales, aunque pocas,
A la que -imagen décima del cielo-
Flores su cuerno es, rayos su pelo.
«Éstas, dijo el isleño venerable,
Y aquéllas que, pendientes de las rocas,
Tres o cuatro desean para ciento
-Redil las ondas y pastor el viento-
Libres discurren, su nocivo diente
Paz hecha con las plantas inviolable».
Estimado seguía el peregrino
Al venerable isleño,
De muchos pocos numeroso dueño,
Cuando los suyos enfrenó de un pino
El pie villano, que groseramente
Los cristales pisaba de una fuente.
Ella, pues, sierpe y sierpe al fin pisada
-Aljófar vomitando fugitivo
En lugar de veneno-,
Torcida esconde, ya que no enroscada,
Las flores, que de un parto dio lascivo
Aura fecunda al matizado seno
Del huerto, en cuyos troncos se desata
De las escamas que vistió de plata.
Seis chopos, de seis yedras abrazados,
Tirsos eran del griego dios, nacido
Segunda vez, que en pámpanos desmiente
Los cuernos de su frente;
Y cual mancebos tejen anudados,
Festivos corros en alegre ejido,
Coronan ellos el encanecido
Suelo de lilios, que en fragantes copos
Nevó el mayo, a pesar de los seis chopos.
Este sitio las bellas seis hermanas
Escogen, agraviando
En breve espacio mucha primavera
Con las mesas, cortezas ya livianas
Del árbol que ofreció a la edad primera
Duro alimento, pero sueño blando.
Nieve hilada, y por sus manos bellas
Caseramente a telas reducida,
Manteles blancos fueron.
Sentados, pues, sin ceremonias, ellas
En torneado frexno la comida
Con silencio sirvieron.
Rompida el agua en las menudas piedras,
Cristalina sonante era tïorba,
Y las confusamente acordes aves
Entre las verdes roscas de las yedras
Muchas eran, y muchas veces nueve
Aladas musas, que -de pluma leve
Engañada su oculta lira corva-
Metros inciertos sí, pero suaves,
En idïomas cantan diferentes;
Mientras cenando en pórfidos lucientes,
Lisonjean apenas
Al Júpiter marino tres sirenas.
Comieron, pues, y rudamente dadas
Gracias el pescador a la divina
Próvida mano, «¡Oh bien vividos años!
¡Oh canas -dijo el huésped- no peinadas
Con boj dentado o con rayada espina,
Sino con verdaderos desengaños!
Pisad dichoso esta esmeralda bruta,
En mármol engastada siermpre undoso,
Jubilando la red en los que os restan
Felices años, y la humedecida
O poco rato enjuta
Próxima arena de esa opuesta playa,
La remota Cambaya
Sea de hoy más a vuestro leño ocioso;
Y el mar que os la divide, cuanto cuestan
Océano importuno
A las Quinas -del viento aun veneradas-
Sus ardientes veneros,
Su esfera lapidosa de luceros.
Del pobre albergue a la barquilla pobre
Geómetra prudente el orbe mida
Vuestra planta, impedida
-Si de púrpuras conchas, no istriadas-
De trágicas ruinas de alto robre,
Que -el tridente acusando de Neptuno-
Menos quizá dio astillas
Que ejemplos de dolor a estas orillas».
«Días ha muchos, oh mancebo -dijo
El pescador anciano-,
Que en el uno cedí y el otro hermano
El duro remo, el cáñamo prolijo;
Muchos ha dulces días
Que cisnes me recuerdan a la hora
Que huyendo la Aurora
Las canas de Titón, halla las mías,
A pesar de mi edad, no en la alta cumbre
De aquel morro difícil, cuyas rocas
Tarde o nunca pisaron cabras pocas,
Y milano venció con pesadumbre,
Sino desotro escollo al mar pendiente;
De donde ese teatro de Fortuna
Descubro, ese voraz, ese profundo
Campo ya de sepulcros, que, sediento,
Cuanto, en vasos de abeto, nuevo mundo
-Tributos digo américos- se bebe
En túmulos de espuma paga breve.
Bárbaro observador, mas diligente,
De las inciertas formas de la Luna,
A cada conjunción su pesquería,
Y a cada pesquería su instrumento
-Más o menos nudoso- atribuido,
Mis hijos dos en un batel despido,
Que, el mar cribando en redes no comunes,
Vieras intempestivos algún día
-Entre un vulgo nadante, digno apenas
De escama, cuanto más de nombre- atunes
Vomitar hondas y azotar arenas.
»Tal vez desde los muros destas rocas
Cazar a Tetis veo
Y pescar a Diana en dos barquillas;
Náuticas venatorias maravillas
De mis hijas oirás, ambiguo coro,
Menos de aljaba que de red armado,
De cuyo, si no alado,
Arpón vibrante, supo mal Proteo
En globos de agua redimir sus focas.
»Torpe la más veloz, marino toro,
Torpe, mas toro al fin, que el mar violado
De la púrpura viendo de sus venas
Bufando mide el campo de las ondas
Con la animosa cuerda, que prolija
Al hierro sigue que en la foca huye,
O grutas ya la privilegien hondas,
O escollos desta isla divididos:
Laquesis nueva mi gallarda hija,
Si Cloto no de la escamada fiera,
Ya hila, ya devana su carrera,
Cuando desatinada pide, o cuando
Vencida restituye
Los términos de cáñamo pedidos.
»Rindióse al fin la bestia, y las almenas
De las sublimes rocas salpicando,
Las peñas embistió peña escamada,
En ríos de agua y sangre desatada.
ȃfire luego -la que en el torcido
Luciente nácar te sirvió no poca
Risueña parte de la dulce fuente-
De Filódoces émula valiente,
Cuya asta breve desangró la foca,
El cabello en estambre azul cogido
-Celoso alcaide de sus trenzas de oro-
El segundo bajel se engolfó sola.
»¡Cuántas voces le di! ¡Cuántas en vano
Tiernas derramé lágrimas, temiendo,
No al fiero tiburón, verdugo horrendo
Del náufrago ambicioso mercadante,
Ni al otro cuyo nombre
Espada es tantas veces esgrimida
Contra mis redes ya, contra mi vida;
Sino algún siempre verde, siempre cano
Sátiro de las aguas, petulante
Violador del virginal decoro,
Marino dios, que, el vulto feroz hombre,
Corvo es delfín la cola.
»Sorda a mis voces, pues, ciega a mi llanto,
Abrazado, si bien de fácil cuerda,
Un plomo fió grave a un corcho leve;
Que algunas veces despedido cuanto
-Penda o nade- la vista no le pierda,
El golpe solicita, el bulto mueve
Prodigïosos moradores ciento
Del líquido elemento.
»Láminas uno de viscoso acero
-Rebelde aun al diamante- el duro lomo
Hasta el luciente bipartido extremo
De la cola vestido,
Solicitado sale del ruido;
Y al cebarse en el cómplice ligero
Del suspendido plomo,
Éfire, en cuya mano al flaco remo
Un fuerte dardo había sucedido,
De la mano a las ondas gemir hizo
El aire con el frexno arrojadizo;
De las ondas al pez, con vuelo mudo,
Deidad dirigió amante el hierro agudo:
Entre una y otra lámina, salida
La sangre halló por do la muerte entrada.
SOLEDAD SEGUNDA (PARTE III)
»Onda, pues, sobre onda levantada,
Montes de espuma concitó herida
La fiera, horror del agua, cometiendo
Ya a la violencia, ya a la fuga el modo
De sacudir el asta,
Que, alterando el abismo o discurriendo
El océano todo,
No perdona al acero que la engasta.
»Éfire en tanto al cáñamo torcido
El cabo rompió, y -bien que al ciervo herido
El can sobra, siguiéndole la flecha-
Volvíase, mas no muy satisfecha,
Cuando cerca de aquel peinado escollo
Hervir las olas vio templadamente,
Bien que haciendo círculos perfetos;
Escogió, pues, de cuatro o cinco abetos
El de cuchilla más resplandeciente,
Que atravesado remolcó un gran sollo.
»Desembarcó triunfando,
Y aun el siguiente Sol no vimos, cuando
En la ribera vimos convecina
Dado al través el monstruo, donde apenas
Su género noticia, pías arenas
En tanta playa halló tanta ruina»
Aura en esto marina
El discurso y el día juntamente
Trémula, si veloz, les arrebata,
Alas batiendo líquidas, y en ellas
Dulcísimas querellas
De pescadores dos, de dos amantes
En redes ambos y en edad iguales.
Dividiendo cristales,
En la mitad de un óvalo de plata,
Venía a tiempo el nieto de la espuma
Que los mancebos daban alternantes
Al viento quejas. Órganos de pluma
-Aves digo de Leda-
Tales no oyó el Caístro en su arboleda,
Tales no vio el Meandro en su corriente.
Inficionando , pues, suavemente
Las ondas el Amor, sus flechas remos,
Hasta donde se besan los extremos
De la isla y del agua no los deja.
Lícidas, gloria en tanto
De la playa, Micón de sus arenas
-Invidia de sirenas,
Convocación su canto
De músicos delfines, aunque mudos-
En números no rudos
El primero se queja
De la culta Leucipe,
Décimo esplendor bello de Aganipe;
De Cloris el segundo,
Escollo de cristal, meta del mundo.
LÍCIDAS
«¿A qué piensas, barquilla,
Pobre ya cuna de mi edad primera,
Que cisne te conduzgo a esta ribera?
A cantar dulce, y a morirme luego.
Si te perdona el fuego
Que mis huesos vinculan, en su orilla,
Tumba te bese el mar, vuelta la quilla».
MICÓN
«Cansado leño mío,
Hijo del bosque y padre de mi vida
-De tus remos ahora conducida
A desatarse en lágrimas cantando-,
El doliente, si blando,
Curso del llanto métrico te fío,
Nadante urna de canoro río».
LÍCIDAS
«Las rugosas veneras
-Fecundas no de aljófar blanco el seno,
Ni del que enciende el mar tirio veneno-
Entre crespos buscaba, caracoles,
Cuando de tus dos soles
Fulminado, ya señas no ligeras
De mis cenizas dieron tus riberas».
MICÓN
«Distinguir sabía apenas
El menor leño de la mayor urca
Que velera un Neptuno y otro surca,
Y tus prisiones ya arrastraba graves;
Si dudas lo que sabes,
Lee cuanto han impreso en tus arenas,
A pesar de los vientos, mis cadenas».
LÍCIDAS
«Las que el cielo mercedes
Hizo a mi forma ¡oh dulce mi enemiga!
Lisonja no, serenidad lo diga
De limpia consultada ya laguna,
Y los de mi fortuna
Privilegios, el mar a quien di redes,
Más que a la selva lazos Ganimedes».
MICÓN
«No ondas, no luciente
Cristal -agua al fin dulcemente dura-:
Invidia califique mi figura
De musculosos jóvenes desnudos.
Menos dio al bosque nudos
Que yo al mar, el que a un dios hizo valiente
Mentir cerdas, celoso espumar diente».
LÍCIDAS
«Cuantos pedernal duro
Bruñe nácares boto, agudo raya
En la oficina undosa de esta playa,
Tantos Palemo a su Licore bella
Suspende, y tantos ella
Al flaco da, que me construyen, muro,
Junco frágil, carrizo mal seguro».
MICÓN
«Las siempre desiguales
Blancas primero ramas, después rojas,
De árbol que nadante ignoró hojas,
Trompa Tritón del agua a la alta gruta
De Nísida tributa,
Ninfa por quien lucientes son corales
Los rudos troncos hoy de mis umbrales».
LÍCIDAS
«Ésta, en plantas no escrita,
En piedras sí, firmeza honre Himeneo,
Calzándole talares mi deseo:
Que el tiempo vuela. Goza, pues, ahora
Los lilios de tu aurora,
Que al tramontar del Sol mal solicita
Abeja, aun negligente, flor marchita».
MICÓN
«Si fe tanta no en vano
Desafía las rocas donde, impresa,
Con labio alterno mucho mar la besa,
Nupcial la califique tea luciente.
Mira que la edad miente,
Mira que del almendro más lozano
Parca es interior breve gusano».
Invidia convocaba, si no celo,
Al balcón de zafiro
Las claras, aunque etíopes, estrellas,
Y las Osas dos bellas,
Sediento siempre tiro
Del carro perezoso, honor del cielo;
Mas ¡ay! que del ruido
De la sonante esfera,
A la una luciente y otra fiera
El piscatorio cántico impedido,
Con las prendas bajaran de Cefeo
A las vedadas ondas,
Si Tetis no, desde sus grutas hondas,
Enfrenara el deseo.
¡Oh, cuánta al peregrino el amebeo
Alterno canto dulce fue lisonja!
¿Qué mucho, si avarienta ha sido esponja
Del néctar numeroso
El escollo más duro?
¿Qué mucho, si el candor bebió ya puro
De la virginal copia en la armonía
El veneno del ciego ingenïoso
Que dictaba los números que oía?
Generosos afectos de una pía
Doliente afinidad -bien que amorosa
Por bella más, por más divina parte-
Solicitan su pecho a que, sin arte
De colores prolijos,
En oración impetre oficïosa
Del venerable isleño
Que admita yernos los que el trato hijos
Litoral hizo, aun antes
Que el convecino ardor dulces amantes.
Concediólo risueño,
Del forastero agradecidamente
Y de sus propios hijos abrazado.
Mercurio destas nuevas diligente,
Coronados traslada de favores
De sus barcas Amor los pescadores
Al flaco pie del suegro deseado.
SOLEDAD SEGUNDA (PARTE IV)
¡Oh del ave de Júpiter vendado
Pollo -si alado, no, lince sin vista-
Político rapaz, cuya prudente
Disposición especuló estadista
Clarísimo ninguno
De los que el reino muran de Neptuno!
¡Cuán dulces te adjudicas ocasiones
Para favorecer, no a dos supremos
De los volubles polos ciudadanos,
Sino a dos entre cáñamo garzones!
¿Por qué? Por escultores quizá vanos
De tantos de tu madre bultos canos
Cuantas al mar espumas dan sus remos.
Al peregrino por tu causa vemos
Alcázares dejar, donde, excedida
De la sublimidad la vista, apela
Para su hermosura;
En que la arquitectura
A la geometría se rebela,
Jaspes calzada y pórfidos vestida.
Pobre choza, de redes impedida,
Entra ahora, ¡y lo dejas!
¡Vuela, rapaz, y, plumas dando a quejas,
Los dos reduce al uno y otro leño,
Mientras perdona tu rigor al sueño!
Las horas ya, de números vestidas,
Al bayo, cuando no esplendor overo
Del luminoso tiro, las pendientes
Ponían de crisólitos lucientes,
Coyundas impedidas,
Mientras de su barraca el extranjero
Dulcemente salía despedido
A la barquilla, donde le esperaban
A un remo cada joven ofrecido.
Dejaron, pues, las azotadas rocas
Que mal las ondas lavan
Del livor aun purpúreo de las focas,
Y de la firme tierra el heno blando
Con las palas segando
En la cumbre modesta
De una desigualdad del horizonte,
Que deja de ser monte
Por ser culta floresta,
Antiguo descubrieron blanco muro,
Por sus piedras no menos
Que por su edad majestuosa cano;
Mármol al fin tan por lo pario puro,
Que al peregrino sus ocultos senos
Negar pudiera en vano.
Cuantas del océano
El Sol trenzas desata
Contaba en los rayados capiteles,
Que -espejos, aunque esféricos, fieles-
Bruñidos eran óvalos de plata.
La admiración que al arte se le debe,
Áncora del batel fue, perdonando
Poco a lo fuerte, y a lo bello nada
Del edificio, cuando
Ronca les salteó trompa sonante,
Al principio distante,
Vecina luego, pero siempre incierta.
Llave de la alta puerta
El duro son -vencido el foso breve-
Levadiza ofreció puente no leve,
Tropa inquïeta contra el aire armada,
Lisonja, si confusa, regulada
Su orden de la vista, y del oído
Su agradable ruido,
Verde, no mudo coro
De cazadores era,
Cuyo número indigna la ribera.
Al Sol levantó apenas la ancha frente
El veloz hijo ardiente
Del céfiro lascivo
-Cuya fecunda madre al genitivo
Soplo vistiendo miembros, Guadalete
Florida ambrosía al viento dio jinete-,
Que a mucho humo abriendo
La fogosa nariz, en un sonoro
Relincho y otro saludó sus rayos,
Los overos, si no esplendores bayos,
Que conducen el día,
Les responden, la eclíptica ascendiendo.
Entre el confuso, pues, celoso estruendo
De los caballos, ruda hace armonía,
Cuanta la generosa cetrería,
Desde la Mauritania a la Noruega,
Insidia ceba alada,
Sin luz, no siempre ciega,
Sin libertad, no siempre aprisionada,
Que a ver el día vuelve
Las veces que, en fiado al viento dada,
Repite su prisión y al viento absuelve,
El neblí, que, relámpago su pluma,
Rayo su garra, su ignorado nido,
O lo esconde el Olimpo o densa es nube
Que pisa, cuando sube
Tras la garza argentada, el pie de espuma.
El sacre, las del Noto alas vestido,
Sangriento chiprïota, aunque nacido
Con las palomas, Venus, de tu carro.
El girifalte, escándalo bizarro
Del aire, honor robusto de Gelanda,
Si bien jayán de cuanto rapaz vuela,
Corvo acero su pie, flaca pihuela
De piel lo impide blanda.
El baharí, a quien fue en España cuna
Del Pirineo la ceniza verde
O la alta basa que el océano muerde
De la egipcia coluna.
La delicia volante
De cuantos ciñen líbico turbante,
El borní, cuya ala
En los campos tal vez de Melïona
Galán siguió valiente, fatigando
Tímida liebre, cuando,
Itempestiva salteó leona
La melionesa gala,
Que de trágica escena
Mucho teatro hizo poca arena.
Tú, infestador, en nuestra Europa nuevo,
De las aves nacido, aleto, donde
Entre las conchas hoy del Sur esconde
Sus muchos años Febo,
¿Debes por dicha cebo?
¿Templarte supo, di, bárbara mano
Al insultar los aires? Yo lo dudo,
Que al precïosamente inca desnudo
Y al de plumas vestido mejicano,
Fraude vulgar, no industria generosa,
Del águila les dio a la mariposa.
De un mancebo serrano
El duro brazo débil hace junco,
Examinando con el pico adunco
Sus pardas plumas, el azor britano,
Tardo, mas generoso
Terror de tu sobrino ingenïoso,
Ya invidia tuya, Dédalo, ave ahora,
Cuyo pie tiria púrpura colora.
Grave, de perezosas plumas globo,
Que a luz le condenó incierta la ira
Del bello de la estigia deidad robo,
Desde el guante hasta el hombre a un joven cela:
Esta emulación, pues, de cuanto vuela
Por dos topacios bellos con que mira,
Término torpe era
De pompa tan ligera.
Can, de lanas prolijo, que animoso
Buzo será, bien de profunda ría,
Bien de serena playa,
Cuando la fulminada prisión caya
Del neblí -a cuyo vuelo,
Tan vecino a su cielo,
El Cisne perdonara, luminoso-,
Número y confusión gimiendo hacía
En la vistosa laja para él grave:
Que aun de seda no hay vínculo süave.
En sangre claro, y en persona augusto,
Si en miembros no robusto,
Príncipe les sucede, abrevïada
En modestia civil real grandeza.
La espumosa del Betis ligereza
Bebió no sólo, mas la desatada
Majestad en sus ondas, el luciente
Caballo que colérico mordía
El oro que süave lo enfrenaba,
Arrogante, y no ya por las que daba
Estrellas su cerúlea piel al día,
Sino por lo que siente
De esclarecido y aun de soberano
En la rienda que besa la alta mano,
De cetro digna.
Lúbrica no tanto
Culebra se desliza tortuosa
Por el pendiente calvo escollo, cuanto
La escuadra descendía presurosa
Por el peinado cerro a la campaña,
Que al mar debe con término prescripto
Más sabandijas de cristal que a Egipto
Horrores deja el Nilo que lo baña.
SOLEDAD SEGUNDA (PARTE V)
Rebelde ninfa, humilde ahora caña,
Los márgenes oculta
De una laguna breve,
A quien doral consulta
Aun el copo más leve
De su volante nieve.
Ocioso, pues, o de su fin presago,
Los filos con el pico prevenía
De cuanto sus dos alas aquel día
Al viento esgrimirán cuchillo vago.
La turba aun no del apacible lago
Las orlas inquïeta,
Que tímido perdona a sus cristales
El doral. Despedida no saeta
De nervios partos igualar presuma
Sus puntas desiguales,
Que en vano podrá pluma
Vestir un leño como viste un ala.
Puesto en tiempo, corona, si no escala,
Las nubes -desmintiendo
Su libertad el grillo torneado
Que en sonoro metal lo va siguiendo-
Un baharí templado,
A quien el mismo escollo
-A pesar de sus pinos, eminente-
El primer vello le concedió pollo,
Que al Betis las primeras ondas fuente.
No sólo, no, del pájaro pendiente,
Las caladas registra el peregrino,
Mas del terreno cuenta cristalino
Los juncos más pequeños,
Verdes hilos de ajófares risueños.
Rápido al español alado mira
Peinar el aire por cardar el vuelo,
Cuya vestida nieve anima un hielo
Que torpe a unos carrizos lo retira,
Infieles por raros,
Si firmes no por trémulos reparos.
Penetra, pues, sus inconstantes senos,
Estimándolos menos
Entredichos que el viento;
Mas a su daño el escuadrón atento,
Expulso le remite a quien en suma
Un grillo y otro enmudeció en su pluma.
Cobrado el baharí, en su propio luto,
O el insulto acusaba precedente,
O entre la verde hierba
Avara escondía cuerva
Purpúreo caracol, émulo bruto
Del rubí más ardiente,
Cuando, solicitada del ruido,
El nácar a las flores fía torcido,
Y con siniestra voz convoca cuanta
Negra de cuervas suma
Infamó la verdura con su pluma,
Con su número el Sol. En sombra tanta
Alas desplegó Ascálafo prolijas,
Verde poso ocupando,
Que de césped ya blando,
Jaspe lo han hecho duro blancas guijas.
Más tardó en desplegar sus plumas graves
El deforme fiscal de Proserpina,
Que en desatarse, al polo ya vecina,
La disonante niebla de las aves;
Diez a diez se calaron, ciento a ciento,
Al oro intuitivo, invidïado
Deste género alado,
Si como ingrato no, como avariento,
Que a las estrellas hoy del firmamento
Se atreviera su vuelo
En cuanto ojos del cielo.
Poca palestra la región vacía
De tanta invidia era,
Mientras, desenlazado la cimera,
Restituyen el día
A un girifalte, boreal arpía,
Que, despreciando la mentida nube,
A luz más cierta sube,
Cénit ya de la turba fugitiva.
Auxilïar taladra el aire luego
Un duro sacre, en globos no de fuego,
En oblicuos sí engaños
Mintiendo remisión a las que huyen,
Si la distancia es mucha:
Griego al fin. Una en tanto, que de arriba
Descendió fulminada en poco humo,
Apenas el latón segundo escucha,
Que del inferïor peligro al sumo
Apela, entre los trópicos grifaños
Que su eclíptica incluyen,
Repitiendo confusa
Lo que tímida excusa.
Breve esfera de viento,
Negra circunvestida piel, al duro
Alterno impulso de valientes palas,
La avecilla parece,
En el de muros líquidos que ofrece
Corredor el diáfano elemento
Al gémino rigor, en cuyas alas
Su vista libra toda el extranjero.
Tirano el sacre de lo menos puro
Desta primer región, sañudo espera
La desplumada ya, la breve esfera,
Que, a un bote corvo del fatal acero,
Dejó al viento, si no restituido,
Heredado en el último graznido.
Destos pendientes agradables casos
Vencida se apeó la vista apenas,
Que del batel, cosido con la playa,
Cuantos da la cansada turba pasos,
Tantos en las arenas
El remo perezosamente raya,
A la solicitud de una atalaya
Atento, a quien doctrina ya cetrera
Llamó catarribera.
Ruda en esto política, agregados
Tan mal ofrece como construidos
Bucólicos albergues, si no flacas
Piscatorias barracas,
Que pacen campos, que penetran senos,
De las ondas no menos
Aquéllos perdonados
Que de la tierra éstos admitidos.
Pollos, si de las propias no vestidos,
De las maternas plumas abrigados,
Vecinos eran destas alquerías,
Mientras ocupan a sus naturales,
Glauco en las aguas, y en las hierbas Pales.
¡Oh cuántas cometer piraterías
Un corsario intentó y otro volante
-Uno y otro rapaz digo milano-,
Bien que todas en vano,
Contra la infantería, que pïante
En su madre se esconde, donde halla
Voz que es trompeta, pluma que es muralla.
A media rienda en tanto el anhelante
Caballo -que el ardiente sudor niega
En cuantas le densó nieblas su aliento-
A los indignos de ser muros llega
Céspedes, de las ovas mal atados.
Aunque ociosos, no menos fatigados,
Quejándose venían sobre el guante
Los raudos torbellinos de Noruega.
Con sordo luego estrépito despliega
-Injuria de la luz, horror del viento-
Sus alas el testigo que en prolija
Desconfianza a la sicana diosa
Dejó sin dulce hija
Y a la estigia deidad con bella esposa.
FIN